2 ene 2024

 Las coordenadas no eran exactas. 7:30 horas. Manejaba hacia las afueras de Rosario. Nos enviaban a cubrir un doble homicidio. El cronista pregunta a sus colegas dónde es "el lugar". Vamos hacia el Oeste. A la periferia de Rosario. Solo sabíamos que era cerca del basural. Subí la ventana, me dice. En medio de la llanura gris se divisa la montaña artificial con un  gran cráter en la cúspide por donde llegan diminutos camiones a través de  un elíptico camino para tirar el plástico mezclado con restos de comida. El gran toilette de este infierno, pensé mientras giraba la manivela del vidrio, este olor a basura se pega por horas adentro de la nariz y toda la ropa.  Nos dicen que es por el próximo camino de tierra. El paisaje era de grandes extensiones de campo con torres metálicas que sostenían los cables de alta tensión que surcaban el cielo. En la desolada carretera, hay un hombre caminando. El hombre se voltea y agita las manos pidiendo algo. Pasamos a su lado y el hombre nos dice algo,  de manera desesperada. No nos detenemos. Seguimos atravasando el imponente paisaje que está teñido de saber que íbamos a registrar dos asesinatos, entre esas torres negras que se yerguen malignas sobre el pasto.

 Detengo el auto detrás de la cinta perimetral. A 50 metros de distancia del lugar donde trabajan los de azul y los de saco negro alrededor de una auto con dos cuerpos tirados en el piso. Enciendo la cámara, apunto y con un zoom puedo ver el rostro de uno de los muchachos. Sus ojos muertos mirando el cielo, sus cejas afeitadas y delgadas, su corte de pelo al ras como Dady Yanky, pero mucho más joven, mucho más frío y más discretamente eterno.  Nadie se acerca a nosotros. Esperamos la entrevista al fiscal. Dejo la cámara lista y me tiro a un costado, al pasto. No tengo ganas de hablar con los demás. Espero. Mientras, a lo lejos, viene caminando una persona. El hombre que estaba a mitad de camino, el de las señas. Se acerca desorbitado y atraviesa la cinta perimetral, y en el silencio rural, llora. Es el padre, pensé, nos estaba pidiendo que lo llevemos... Sentí en mi rostro el aire que movía el brillo de la hierba. Sentí la maligna imposición del hierro elevado de las torres. Sentí que eran testigos de todo. De las luces de los autos en boca oscura de la noche, de los llantos y los pedidos de misericordia, del fuego de las armas, de la tierra bebiendo la sangre de la noche de la muerte de dos chicos de la oscura humanidad. Eran, al fin y al cabo, toneladas de hierro. Y los chicos, eran, solo dos venteañeros, llevados allí, a ese descampado, para ser ejecutados.
 En unos años ya han caído pilas de cadáveres. Y en los bordes de la ciudad, detrás de la perimetral, detrás de los shopings, de los puertos que trafican, de las cuevas financieras, de los emprendimientos inmobiliarios, de la mafia que se esconde detrás de estos chicos muertos sobre la gran pila de cadáveres. El hombre, el padre, vuelve hacia nosotros, se vuelve, llorando, dejando el frío de su hijo, dejando atrás esos ojos al cielo, dejando un pedazo de sí mismo. Una periodista se aventura a preguntarle algo con el micrófono y la cámara prendida. El Padre se detiene y habla. Unos diez micrófonos se le meten adelante y comienza la carroña de preguntas, de imágenes del dolor ajeno, de un padre que ve a su hijo asesinado segundos antes. El padre balbucea y repite cosas como que los asesinos entran y salen de la cárcel cuando quieren, que su hijo era pintor y no tenía nada que ver con el delito, y los periodistas repreguntan y salen en vivo, y salen y entran y salen y entran como picos de buitres en la carne destajada. Y yo...observo detrás del lente, que me protege y me hace insensible, como un refugio del dolor ajeno, como una inconsciencia del desmoronamiento humano.