11 nov 2017

Caminamos juntos. Ella, simio con aros, coqueta y simpática. Así eramos, presuntamente autodiferenciados con los otros, los animales civilizados. Monos parlanchines con atuendos que pretenden diferenciarse entre ellos.
 La luna salió a las dos de la noche. Era tan tarde por lo secretamente hermosa. Medio rostro de un oro propiamente lunar. Amarillo extraño en la oscuridad que fagocita las líneas del horizonte isleño, un Paraná negro, difuso y vivo. Como el lomo de un caballo en un cuarto oscuro. “Mirá la luna”, le dije. Y miró un rato, como si tratara de una silla, una mesa o cualquier cosa inventada por estos simios con ropa.  La luna, era única, anterior a nosotros, cómo no amarla, cómo no desearla y venerarla. No me indigné. Como en otro momento lo hubiera hecho. No me importó. El éxtasis oculto y modesto emergía como Ella, la luna. Hermosura que no había visto jamás. Frené. Ella frenó. Para esperarme, no para contemplar. Me planté más en la decisión de contemplar. Ella continuó la inercia de la espera y comenzó a hablar de alguna mesa, una silla o cualquier otro invento poco importante. “La beso”, pensé. Volví a contemplar a Ella, la luna, en cambio ella minúscula miraba un galpón detrás nuestro. Mis brazos, como otro ser que decide solo. Levantaron mis manos y las llevaron a su cuello. Muy suavemente, sin tiempo. Atemporal. El pie izquierdo avanza, llevando mi rostro hacia el de ella, Ana. Para tomarla. La besé y ella me tomó. De espaldas a Ella, la luna. Que consu rostro dorador lunar me iluminaba, me miraba. Entonces ella comenzó a ser el medium para besar verdadermanete a la luna. La miraba detrás de su orejas, besaba su rostro iluminado y su rostro oscuro, a su vez el lado inconciente de ella, a su vez sus labios carnosos, a su vez los hermosos cráteres de la diosa, a su vez los tres, sin que ella los sepa, aunque sentía mi amor a la luna multiplicado para ella.